Por: Diego Medina, psicólogo. Equipo Psicoorientación II Unidad.
¿Qué cosas nos hacen ser seres humanos? Si habláramos de nuestras características, ¿qué podríamos poner en la lista? De seguro la enumeración sería muy extensa, lo sé, pero en esta ocasión, permítanme que me detenga en uno de esos atributos en específico: somos animales sociales que buscan el afecto y que buscan pertenecer a algo.
Así es. Unos más, otros menos, pero todos queremos que nos quieran y todos nos sentimos un poquito mejor cuando estamos en la comodidad de una manada que nos reconoce y nos acoge. Necesidades, ya está dicho, muy normales, muy humanas, y por cierto, fundamentales para nuestro desarrollo. Sin embargo, aquí las cosas pueden complicarse un poco (¿será muy humano también eso de complicar las cosas?): a veces, en nuestro afán por buscar el cariño o la aprobación de los demás, o por el miedo a que nos rechacen y nos quedemos solos, podemos falsificarnos a cambio de ese amor. O peor: podemos aceptar lo que sea, incluso lo que no nos gusta o nos hace mal, con tal de evitar el horror que supondría para nosotros el que el grupo nos retire su afecto y no quiera tenernos dentro.
Si uno lee lo anterior, fácilmente se da cuenta que los números no cuadran si para ser aceptado y querido hace falta convertirse en otra persona o tener que aceptar lo inaceptable. Sin embargo, en la vida fuera del papel, llegar a esa conclusión y actuar en consecuencia no parece ser tan sencillo. Lo anterior lo digo porque he conocido (y sé que seguiré conociendo) a no pocas personas que han estado dispuestas a firmar estos contratos relacionales pese a lo abusivas que puedan resultar algunas de sus cláusulas. A esta altura usted, lector o lectora, tal vez ya se estará preguntando ¿Y esto por qué sucede? ¿Cómo se puede resolver? Advierto que en lo que escribiré a continuación no encontrará una respuesta absoluta para ninguna de las dos preguntas. Sin embargo, sí creo que las líneas posteriores pueden aportar elementos valiosos a las conversaciones y reflexiones que busquen saber cómo podemos cuidar mejor de nosotros mismos y cómo podemos enseñar a otros a cuidarse.
Nuestro sistema inmune está encargado de cuidar nuestra salud física, y para que pueda cumplir con esa tarea a lo grande, hace falta que cuidemos la maquinaria a lo grande. A partir de esa idea uno podría entender por qué es importante que nos alimentemos bien, que descansemos lo suficiente, que hagamos algo de ejercicio y que nos vacunemos. Ahora bien, así como el sistema inmune se encarga de la salud física, quienes se encargan en gran medida de cuidar la salud mental y emocional son los límites personales. Los límites personales son como especies de reglas que debemos poner para que al relacionarnos con los demás podamos sentirnos bien. Hablando metafóricamente, definir nuestros límites sería como levantar las murallas de un castillo que nos mantendrá seguros y protegidos. Sin embargo, tan importante como construir el castillo, es mantenerlo en pie, pues habrá quienes que, con o sin intención, podrán a prueba su resistencia. Es así que mientras más blandas sean nuestras murallas, más propensos seremos a aceptar las faltas de respeto, a depender más de la cuenta de la opinión de los demás y a que digamos “sí” cuando en realidad queremos decir “no”.
Queda claro entonces que es importante que tengamos límites, que podamos definirlos y que estos, sin ser rígidos, sean lo suficientemente resistentes para que puedan aguantar los embates del exterior y cumplan así su misión de protegernos. Perfecto, pero ¿cómo se hace todo eso? He aquí algunos puntos útiles para empezar a tomar acción:
- Definir: ¿qué cosas puedo permitir y qué cosas, definitivamente, no tengo por qué aceptar?. Primero tenemos que tener eso claro, si no, no podremos comunicárselo a los demás. Y si no lo comunicamos, entonces el riesgo de que nuestro límite no se respete es mayor.
- Te lo agradezco, pero no: ya está dicho que, por nuestras ganas de que nos quieran y nos acepten, podemos pensar que al decir “NO” estamos alejando a los demás en lugar de acercarlos. Sin embargo, tenemos que tener claro que cuando decimos no, no lo hacemos por ser mala onda ni porque queramos castigar, amenazar o hacerle mal a otra persona. Cuando decimos no, lo hacemos para respetarnos, para cuidar de nosotros mismos y para hacernos bien.
- Digo NO sin culpa: y no me disculpo por ser insistente en este punto. Hay veces en que, con todo el derecho que me da el querer estar bien, tengo que decir que no. Porque, no podemos decirle que sí a lo que nos hace mal.
- Poner límites, sí. Llegar a nuestro límite, no: esto es una obviedad y por eso tengo que decirlo: que nos cuidemos es algo fundamental. Rotos o enfermos no le servimos a nadie, y especialmente, no nos servimos a nosotros mismos. Por eso, así como no deberíamos esperar hasta estar enfermos para parar un momento, no deberíamos resistir hasta el agote de nuestras fuerzas para pedir respeto.
- Usted dígalo bien: si iniciamos una discusión o tenemos que pedirle algo a alguien, y comenzamos diciendo “TU ERES…” es, de frentón, una mala idea. La otra persona dejará de escucharnos y, con suerte, esperará que terminemos de hablar para decirnos nuestros defectos o lo equivocados que estamos. Mejor, probemos diciendo “con esto que pasa YO ME SIENTO…”. Seguramente las cosas serán distintas, porque es distinto expresar una necesidad a verbalizar un ataque.
Creo que hay una pregunta que les puede surgir: “¿qué pasa si las otras personas me dicen que soy muy sensible por ponerles límites?”. Si alguien se sintiera representado por esa pregunta, me gustaría que sintiera que en este momento estoy parado frente a él o ella. Y le digo:
“El problema nunca será el límite que pones y que te cuida. La persona que critica o se burla de tus límites, es una persona a la que le sirve que tú no los tengas.”